No recordaba otra tormenta como aquella. Desde hacía días, la lluvia caía furiosa, incesante sobre la tierra que, borracha de tanta agua, la escupía a la superficie, anegando los campos y destruyendo las cosechas. Atrapado en el barro, gran parte del ganado había sucumbido y sus cuerpos yacían formando montículos indefinidos, apenas visibles a través de la espesa cortina líquida. Las pocas vacas y caballos que seguían vivos, agonizando, permanecían inmóviles, a la espera de su inminente muerte. Sentado en la vieja mecedora en la galería de su casa, fumando un cigarrillo, Plácido contemplaba el desolador paisaje, con la calma habitual que hacía honor a su nombre y en ocasiones enfurecía a su mujer. Sabía que nada podía hacer a esa altura para rescatar a los animales, a María, incluso a sí mismo, de ese mar de lodo en el que estaban inmersos, aislados del resto del mundo.
Cuando la tormenta comenzó, pensó que era una más de las tantas que habían atravesado a lo largo de los años. Al segundo día, se dio cuenta que estaba equivocado. El cielo de un gris plomizo parecía haberse rajado a la mitad, vertiendo en forma intempestiva, el agua acumulada en meses. Trabajando a la par de sus peones, María y él habían intentado llevar el ganado a la estancia vecina, a cinco kilómetros de distancia, pero pronto comprendieron lo inútil del esfuerzo. Las vacas resbalaban en el barro, chocaban entre sí y caían, siendo arrastradas por la corriente. Solo un centenar llegaron a destino; las demás quedaron a merced de la lluvia y el viento. Al cuarto día, convertidos los caminos en auténticos ríos, dejó que los hombres se marcharan a sus casas, antes de que les fuera imposible hacerlo. Así fue como María y Plácido se quedaron solos. Ya no contaban con electricidad ni teléfono, pero tenían suficientes provisiones para resistir la tormenta.
Y entonces María enfermó. El esfuerzo físico, la fatiga y el frío debilitaron su cuerpo. Cuando la fiebre y la tos se hicieron persistentes, Plácido decidió llevarla al hospital. Pero no lograron llegar. La camioneta quedó atascada en el barro y sin ayuda, no pudo sacarla. Desesperado e impotente, en medio de la nada, Plácido comprendió que solo tenía una opción. Abandonando el vehículo, cargó los cincuenta y ocho años de su mujer sobre los hombros, y mitad caminando, mitad arrastrándose, cubrió los seiscientos metros de regreso a su hogar. Con las pocas fuerzas que le quedaban, le quitó las ropas empapadas, la bañó, la vistió y la acostó en la cama. Los siguientes días se dedicó a cuidarla, mientras veía cómo María iba empeorando progresivamente. Ya casi no respondía y le costaba respirar. Se extinguía lentamente, sin que él pudiera hacer algo para evitarlo.
En la galería, Plácido contemplaba los despojos que quedaban de su vida. A pocos metros, una vaca tendida en el barro, clavó en él su mirada y vio la misma tristeza y súplica que reflejaban los ojos de su mujer. Ojos de resignada agonía, de aceptación del destino impuesto. Supo lo que debía hacer. Entró en la casa y tomó la escopeta. Con paso firme, a pesar del azote del agua y el viento, caminó hasta el lugar donde yacía el animal y lo mató. Volvió a entrar y se dirigió al dormitorio. Se acercó a María, tan pálida a la luz de la vela, apenas una sombra de la que fuera. Respiraba entrecortadamente, como un pez demasiado tiempo fuera del agua, el mismo empeño inútil por atrapar el aire. Le acarició el cabello, mientras le contaba la decisión que había tomado. Ella, incapaz de hablar, esbozó una sonrisa en señal de conformidad y cerró los ojos. Él levantó el arma, el dedo en el gatillo, pero no pudo hacerlo. Llorando, se acostó a su lado y permaneció horas, abrazado a la mujer con la que había compartido los últimos cuarenta años, hasta que el jadeo se detuvo. Siguió en esa posición un largo rato, intentando recuperar la calma. Entonces, la besó, se acomodó, se puso el caño de la escopeta en la boca y disparó. La casa quedó en silencio. Afuera, seguía lloviendo.
© Verónica Malah @poemasparaemma